Ayer estuve releyendo algunas cosas que escribí
a los veinte años. Me sorprendió descubrir, como un historiador de mi propia
vida, que los últimos dioses en caer de mi altar fueron los escritores. A esa
edad, yo aún recorría los libros buscando verdades irrefutables, visiones del
mundo absolutamente objetivas, espadas de un solo filo… hoy todo eso me suena
tan fantasioso como un hada o un duende.
En mi jardín interior ya no quedan monumentos.
No hay placas de bronce, ni se conmemora fecha alguna. No hay patriotismos ni
religiones ni héroes sobre caballos blancos. Sí quedan unas cuantas simpatías,
algunas más duraderas e intensas que otras. Pero son nombres escritos en madera
aún viva, son rostros dibujados en la tierra.
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